Érase un niño a un balón pegado. Balón que cómo si fuera un yoyo subía y bajaba de la mano al suelo
con una singular soltura. Bien valía cualquier lugar para desarrollar tan hechizante
actividad: su casa, los distintos rincones del colegio en el que estudiaba, las
calles de su ciudad natal, Alquippa
– un suburbio industrial de Pennsylvania-. Cuentan incluso que lo practicaba en
el cine bajo la nula aprobación del respetable. También relatan que ese mismo
esférico servía de almohada para dormir sobre él. Nuestro joven protagonista,
de nombre Peter Press y apellido Maravich, estaba unido a su balón, lo
más parecido al Oliver Atón del
baloncesto.
La afición al baloncesto del joven Maravich vino de su padre. Petar
Press Maravich era una inmigrante serbio, que llegó a jugar en las extintas
ligas NBL y BAA. Tuvo una carrera corta pero que le sirvió para meterse en el
mundillo, lo suficiente como para acabar siendo entrenador profesional. Su carrera
terminaría ligada a la carrera de su hijo. Al que le llevaría con mano de
hierro a convertirse en uno de los más grandes de este deporte.
El pequeño Maravich sin
sumar más de 7 primaveras era un perfecto virguero del esférico naranja. Se
podría asegurar que aquel imán que embelesa a todos los amantes de este deporte,
era una elongación más de su diminuto cuerpo. Pero no todo era botar el balón,
pasársela por detrás de la espalda o conseguir hacer girar el balón en su dedo
hasta sangrar por ello, una vez estuvo 50 minutos girando sobre sus pequeños y
delgados dedos. Maravich también
echaba horas, muchas horas, en el pequeño patio de detrás de su casa, tirando a
canasta. Era una rutina para él, horas y horas en sesiones maratonianas que
terminarían por desarrollar una de las mecánicas más letales de la historia.
La unión de Maravich junto al que era y sería su
más fiel compañero, su balón, era ya completa. La imaginación del pequeño genio
desbordaba a raudales junto a su inseparable amigo, botar la pelota a escasos
milímetros del suelo arrodillado o pasar el esférico con una fuerza inusitada
entre las piernas no eran más que parte de su instrucción. Pero había dos que
se convirtieron en sus favoritas, y cómo si fueran la especialidad de la casa
las realizaba de manera que ningún otro podría aproximarse si quiera a su
habilidad.
El primero era el
famoso H-O-R-S-E, al que desafiaba a
su padre en el patio trasero de su modesta casa. El segundo, el Bullet Ricochet. No había cabriola que
aunará plasticidad y riesgo cómo aquella. El gran Javi Gancedo, en su reportaje sobre nuestro protagonista para ACB
explicaba que consistía en “tirar el balón contra el suelo lo más fuerte
posible e intentar recogerlo con una o dos manos cuando cayese”, así como reflejaba su peligrosidad en palabras del
mismo Maravich “No creo que haya que insistir
en lo mucho que duele esto si te das en la entrepierna, conocí a un
chaval que intentó el Bullet Ricochet y acabó en el hospital'.
Otra de las muchas anécdotas del pequeño Maravich, relataba como con apenas 1,55 y 40 kg retaba a concursos
de tiro a los jugadores que entrenaba su padre en Clemson, que por supuesto, casi siempre ganaba. Con aquello obtenía
un dinero que invertía para ir al cine, siempre con su inseparable amigo, el
balón, y la butaca más cercana al pasillo para dar rienda suelta a sus impulsos
con el esférico.
Convertido en un ilusionista del balón, cuya fantasía y
creatividad superaba de largo su enclenque cuerpo, cosa que no suele ocurrir en
muchas ocasiones en este deporte, le llevó a disputar sus primeros partidos.
Sin edad aún para poder matricularse, el entrenador del Instituto San Daniel, Carolina
del Sur, le puso cómo base titular. No fue un comienzo fácil, en su primer
partido apenas pudo tocar la pelota ante sus fornidos compañeros y rivales que
podrían despedazarlo sí se lo proponían. En el segundo fue capaz de anotar la
canasta vencedora con su único tiro, ese movimiento en el que saca el balón de
la cadera (por falta de fuerza en sus brazos) y que se asemejaba al del
mismísimo John Wayne o Gary Cooper, y con el que se canjearía
su mote de Pistol.
Nuestro joven protagonista dio el estirón, no sin antes, a
petición paterna, pasarse colgado 10 minutos todos los días, del marco de la
puerta. Ya con la edad y la altura de sus rivales, sumado a maratonianas horas
de entrenamiento durante mañana, tarde y noche e incluso saltándose las clases
que fueran necesarias. Maravich asombraría
al mundo del baloncesto, con el mayor repertorio ofensivo que nunca desplegara
un jugador sobre la faz de la tierra.
Needham-Broughton High, ese fue el instituto que se convertiría en el centro mediático
baloncestístico. Allí desarrollo todas sus habilidades, allí impresionó a todos
los asistentes que día tras día asistían para verle jugar. Entre esos asistentes,
por supuesto, estaba lo más granado de los ojeadores NCAA. Sus números astronómicos no eran sino una prolongación de lo
que regalaba el joven mago, su habilidad y destreza ensombrecían en comparación
a cualquier jugador, en cualquier liga de todo el mundo. Era dueño y señor del
equipo desde los primeros partidos, un recital anotador tras otro. Pases
increíbles, jugadas de ensueño, canastas imposibles… Se
estaba gestando un jugador de tal calibre que pronto se convertiría en leyenda.
A pesar de toda la magia que regaló día tras día Maravich, lo mejor estaba por llegar.
Pedro Ruiz puedes seguirme en Twitter:
@pedritoRiaza